Hasta nunca, como siempre.

Como siempre te dije, el amor se parece demasiado a tus Marlboro en mis sábados. Los cigarros se consumían en tu mano derecha mientras tú me besabas y no te los fumabas. Como nuestro amor. Que se ha consumido mientras apenas le dábamos las caladas suficientes como para aprovecharlo. Y cuando te diste cuenta ya no había arreglo posible, como cuando sólo te queda el filtro de uno de los tuyos. 

Y mientras tú empiezas otra de tus cajas yo te intento explicar lo difíciles que son los amores de invierno y lo mucho que se asemejan al otoño. En otoño vuelve el frío y se caen las hojas, las hojas que mirábamos juntos en verano cuando estaban en lo más alto del árbol. Y míralas ahora, que bajo han caído, que secas están. Como tu corazón, que estaba mucho más bonito aquellas tardes de verano cuando yo estaba en él. 

Que estúpida manía esa de pensar que teníamos. Que yo fui la madre de todas tu sonrisas y tú el padre de todas las mías. La cantidad de veces que hablábamos, que te contaba mientras me apoyaba en tu pecho que la vida nunca deja de dar vueltas, pero que desde que tú habías llegado a la mía ésta se había quedado sin batería. Que sí, que siempre quedarán cenizas pero que a veces las cenizas están demasiado frías como para que puedan volver a prender.

Tú te fuiste, rompiste corazones, jarrones, mesas y hasta la puerta al salir. Yo sin embargo, aguanté la caída, busqué tu mirada todas las mañanas durante treinta días siempre que pasaba por Colón y ahora rompo páginas de libros que aún no he empezado ni a leer.  

Porque ya sabes, yo estoy harta de ahogar tus penas en bulerías, y tú estás encantado de ahogar las mías en alcohol. 

Y porque ya ves, ni tú eras vital ni yo la única que querrías.